Reseña
El lugar de la niñez en la nueva
sociedad, los debates político-educativos en la década de los 80 (Sandra Carli capítulo
2)
John Franklin Pardo Sánchez[1]
Los anteriores interrogantes son
abordados en el capítulo 2 del libro Niñez, Pedagogía y Política. En
este capítulo, se evidencia, principalmente -desde una base amplia de fuentes
primarias-, las narrativas, enfoques y cursos de acción sostenidos por
políticos y pedagogos de la época afines a las perspectivas ideológicas
centradas tanto en el liberalismo político como en representantes del
catolicismo y de la herencia colonial. Este marco ideológico plagado de
contrastes, dualismos, miradas yuxtapuestas, y, en algunos pocos casos,
consensos, marcarán la intención de Carli: evidenciar las transformaciones y
las nociones sobre la niñez presentes en los debates políticos-educativos de
finales del siglo XIX alrededor del establecimiento de la escuela común.
En lo que sigue haré una
aproximación a esos debates que la autora recoge y a la manera en que estos
fueron configurando las realidades sobre la niñez. Debates que le dieron vida a
las distintas dimensiones de ser niño que se asoman a lo largo del texto: el niño
alumno en el contexto de la discusión pedagógica; el niño infante
como sujeto de derechos protegido por el Estado a través de la educación
obligatoria; el niño obediente sumiso al poder del padre, la religión y
la familia; el niño menor aquel huérfano o “vagabundo” que encarna el
peligro y la decadencia social acogido por la beneficencia y la institución
correccional; el niño pobre heredero del infortunio de su familia que se
convierte en el niño trabajador que encarna los límites y dificultades de la
educación obligatoria; el niño sensible guiado por el mundo natural, en
el que impera la inconciencia y lo pasional, el cual debe ser moldeado por la
educación hasta convertirse en adulto de bien; y finalmente el niño
civilizado aquel que debe formarse para servir a los fines de la sociedad y
del Estado.
Un elemento relevante que la autora
menciona como disparador de los debates político-educativos en torno a la
escuela común y obligatoria fue el surgimiento de la estadística infantil. De
la cual se infiere, sin que lo mencione Carli, la posibilidad de acceso al
conocimiento de las realidades y problemáticas propias del mundo de la niñez y
su necesaria trasformación desde el orden escolar.
Tanto el congreso pedagógico de
1882, convocado por el ministro de instrucción pública bajo la sugerencia del
político, maestro y militar argentino Sarmiento, que reunió en Buenos Aires a
más de 250 líderes políticos, intelectuales y pedagogos de las provincias y de
otras partes del mundo[2],
como los debates parlamentarios de la Ley 1420 de 1884 de educación común y
obligatoria, marcan el contexto de los debates en torno a la educación que
enfrentó a las concepciones liberales y católicas; y en consecuencia, el
desarrollo de imaginarios, perspectivas y realidades sobre la niñez en el nuevo
orden social.
Un primer debate puede resumirse en
lo que se denomina la secularización de la educación y particularmente en lo
que menciona la autora, el debate entre “Estado educador o familia educadora –
la educación laica o educación religiosa” que a su vez está estrechamente
ligado a otro debate de carácter filosófico: ¿la conducta individual debe estar
anclada a la tutela eclesiástica o disfruta de un conjunto de libertades
garantizadas por el Estado” (Carli, p. 60).
Al respecto la autora hace
referencia a los discursos proferidos por líderes de la época, como José Manuel
Estrada, Luis V Varela y Juan Bialet Massé, entre otros. En estos discursos se
establece una concepción católica de la educación, la familia y la escuela. Allí,
la formación está en cabeza de la figura del padre “educador natural por
derecho divino”, tal y como lo expresó Massé. Desde esta perspectiva, la
educación es un asunto primigenio de la familia, no del Estado. La comunidad,
además, se comporta como la prolongación de la familia, y esta última se
considera un apéndice del mandato eclesial. En este orden de ideas, la niñez es
percibida como propiedad privada de la familia y obediente a su mandato,
principalmente del padre y su autoridad, en detrimento de la función educadora
de la madre.
La contracara que nos muestra la
autora de la perspectiva católica de la educación es la liberal, personificada
principalmente en las figuras de Nicanor Larraín, Onésimo Leguizamón y Oscar
Wilde. Para los liberales, el núcleo de reflexión era el individuo y no la
familia. Consideraban al niño como individuo y a partir de su naturaleza
infantil, merecedor de protección y sujeto de derechos, articulado a la
sociedad política desde el mismo momento de nacer, posición emparentada con la
obra Emilio de Rousseau. Desde esta mirada, la escuela es concebida como un
producto social y no de la familia que debe velar por el perfeccionamiento del
individuo y el aseguramiento de sus derechos educando al ciudadano del mañana.
En este contexto, el Estado asume el papel de garante de esos derechos y del
orden social, en consecuencia, debe dirigir tanto las escuelas como la
educación.
A los debates acerca de si era la
familia o el Estado quien debería sustentar el poder de educar, se sintetizan en
quién ostentaba la hegemonía sobre la educación. En ese sentido, a la
preponderancia de la moral civil o la moral cristiana, se sumaron otros de
similar naturaleza, como la presencia de la religión en la educación o la
conveniencia de la coeducación, entendida como la participación de las mujeres
en el ejercicio de la docencia, análogo al de los hombres. A estos últimos
debates, la autora refiere que encontraron resoluciones. “En cuanto a la
obligatoriedad de la enseñanza religiosa, el artículo 8 de la Ley 1420, dispuso
que los ministros autorizados por cada fe podían impartirla antes o después de
clase” (Carli, p. 66), disposición que tenía correspondencia con el pensamiento
liberal que abogaba por la libertad de conciencia y de cultos. Además, esta
medida logró parcialmente reconciliar las posturas liberales y católicas. Así
mismo, se reconoció el papel de las mujeres como educadoras escolares, aunque
este reconocimiento se limitó a las escuelas primarias.
Un segundo debate que Carli aborda
en su libro, está relacionado con la obligatoriedad de la educación, un
instrumento que fundamentó, según la autora, la necesidad de sujetar el niño al
poder civilizador de la escuela y, a través de ella, al Estado. Este último se
valió de la ley y la supresión de derechos para compeler a los padres a enviar
de manera obligatoria a sus hijos a los establecimientos educativos. La
obligatoriedad escolar no era contraria a las libertades individuales, al menos
así lo establecieron los representantes del liberalismo quienes; por el
contrario, elogiaban los modelos y países en los que la educación era
obligatoria. En palabras de José Posse, los padres eran desconocedores de la
importancia y beneficios de la escuela, por ende, era necesaria la intervención
del Estado para su implementación. Para garantizar la obligatoriedad escolar no
bastaba únicamente con la presión hacia los padres, también se acudió a los
decretos que permitían la detención de los niños por “vagancia infantil”, como
el Decreto 15 de 1869. Estos mecanismos fueron esgrimidos como necesarios para
instalar con fuerza la escuela y lograr los fines civilizadores del nuevo Estado.
Un tercer debate se centra en el
alcance social de la escuela y las diversas miradas sobre los límites de la
educación. Al respecto la autora hace una aproximación a dos posiciones dentro
del pensamiento liberal. La primera de tinte oligárquico, sostenida por Paul
Groussac director de la Escuela Normal de Tucumán. Groussac defendía las
restricciones a la obligatoriedad escolar para niños trabajadores, argumentando
que no se les podía exigir asistir a la escuela común. Carli sostiene que la
postura de Groussac estaba influenciada por el modelo agroexportador argentino,
que contemplaba el trabajo infantil y la necesidad del sustento propio por
encima de la obligatoriedad escolar. Además, Groussac, defendía una visión
utilitarista de la educación, vinculando la enseñanza de la agricultura como un
medio del progreso nacional y como un elemento moralizador para la niñez.
Por otro lado, la autora presenta
la exposición de Salvador Diez Mori, cuya concepción de la obligatoriedad
escolar es más radical y progresista que la de Groussac, más cercana, si se
quiere, a la educación popular. Para Mori, la obligatoriedad escolar reposaba
sobre el acceso universal y la homogenización de la condición infantil. Para él,
la educación debería tener en cuenta al niño en tanto su naturaleza infantil,
alejándose de la severidad del maestro y permitiendo a los niños expresar sus
maneras de ser.
Un cuarto debate que se presenta en
el texto, lo podemos definir como esencialmente pedagógico y como producto de
la expansión de la educación común en la Argentina. En este punto, se indaga
por el estatus del niño-alumno y su rol dentro de la escuela, a través de la
figura de José María Torres, inmigrante español que ocupo varios roles dentro
del sistema educativo argentino, y que obtuvo, según la autora, cierto
reconocimiento y renombre. En el discurso de Torres, se da una mezcla
simbiótica entre las ideas liberales y católicas: el niño debe ser obediente a
la autoridad familiar y de la razón asentadas ambas en la figura paterna,
nuevamente en detrimento del papel de las mujeres y en correspondencia con el
ideario católico. Además, alentaba las relaciones desiguales entre adultos y
niños para mantener el orden social y consideraba que los padres debían tener
un rol protagónico en la educación de sus hijos.
Sin embargo, desde una perspectiva
liberal, consideraba que, la capacidad de recibir educación era el único límite
para que esta se brindara, y que el Estado, como protector de la niñez, no
debía permitir que los padres restringieran su acceso. En este sentido,
consideró que los derechos de la niñez eran armónicos con la libertad de los
padres. Su pedagogía subordinaba la libertad del alumno a la autoridad del
maestro, este último debía adaptar sus métodos de enseñanza a las capacidades
del alumno. La escuela de Torres estaba orientada hacia el disciplinamiento y
la vigilancia de los maestros de las conductas infantiles de los alumnos. En
este punto, la autora menciona que su visión sembró múltiples debates entre las
escuelas normales, más afines estas a idearios pedagógicos progresistas.
Un quinto debate que emerge está
contenido en la figura del niño menor y en las fronteras de la educación.
Dichas fronteras establecen el tipo de niño que debe ir a la escuela y los
marginados que por su condición se les debe brindar otro tipo de atención. Debate
que en un sentido lógico carece de valor ante una política educativa que
abogaba por la obligatoriedad escolar infantil. En el texto los menores están
definidos a partir de dos dimensiones, una que se refiere al alumno que no
cuenta aún con los derechos del adulto y en consecuencia queda bajo la tutela
de este; y la otra, que considera a los menores como categoría socioeconómica
de la época para aglutinar a los hijos ilegítimos, niños huérfanos, vagabundos
y pobres que debían trabajar desde temprana edad; el menor se
caracterizaba esencialmente por la no pertenecía a un tipo de familia regular y
por su ausentismo de la educación obligatoria.
Según la autora, son tres las
principales razones para entender el fenómeno del niño menor: la precariedad
familiar y las dificultades de la contención infantil desde las familias, la
intolerancia de las élites a la presencia de los niños en las calles y en los
barrios urbanos y; por último, la incapacidad del sistema escolar de gestionar
la obligatoriedad frente a las realidades infantiles. Finalmente, las
narrativas y los dispositivos planteados por dirigentes y pedagogos para la
trasformación de las realidades de los niños menores llevaron a su alejamiento
de la condición de alumno, es decir, la respuesta diseñada estuvo por fuera de
los límites de la escuela y en el terreno de instituciones orientadas a la
protección y el control.
Finalmente, y como último debate
contenido en el capítulo 2, se presentan las perspectivas y respuestas dadas al
fenómeno de los niños menores, debate marcado por apreciaciones morales,
sociológicas y fundamentalistas en el contexto de la reflexión pedagógica y
política de la época. Lo que se pone en juego en este debate son tres aspectos:
el primero, versa sobre el tipo de niñez que debe ir a la escuela, el segundo,
sobre los alcances propios de la educación en contextos de marginalidad
infantil; y el tercero, las respuestas sociales y políticas para niños y niñas
marginados a partir de medidas extraescolares cercanas a la protección, la
beneficencia y el control.
La autora trae como protagonista de
este debate a José Zubiaur en un contexto que establecía la legitimidad del
sistema escolar en la educabilidad de la niñez, sin embargo, dicha educabilidad
no era para todos los niños, se requerían condiciones familiares adecuadas. En
ausencia de estas, la vulnerabilidad infantil debía ser “protegida” y
“corregida”.
Zubiaur, a partir de un análisis al
código penal argentino, identifica que este carece de la idea de corrección,
elemento necesario para transitar de la esfera del castigo y la condena del
niño menor hacia su consideración y protección. La idea que emerge de corregir
se distancia de la idea de instruir o educar, en ese sentido bajo la concepción
de Zubiaur surge la necesidad que el Estado, paralelo a la política de
ampliación de la educación común, fortalezca modelos extraescolares para los
niños menores, en el sentido de que: “la ley no debe castigar a los menores
sino corregirlos”.
Si bien la escuela se fundamentaba
como civilizadora y como una respuesta a problemáticas sociales colindantes con
la criminalidad, el vagabundeo y en general con aquellas prácticas que
desviaban la conducta infantil, Zubiaur argumentó en una dirección opuesta, ni
las familias pobres y sin educación, ni las escuelas podían contener la
situación de los menores, se encontraban limitadas para corregir y regenerar.
En ese sentido, tal y como como señala acertadamente la autora, la idea de
corrección a través de instituciones de protección e incluso mediante escuelas de artes y
oficios como lo concibió Zubiaur, creció a la sombra de la ampliación de la
escuela común, el debate de los niños menores no giró en torno a políticas de
inclusión educativa y a su vinculación necesaria en el sistema escolar; en
cambio, se originó la brecha y un imaginario social que distinguía entre los
niños instruidos y los niños corregidos.
Referencias
Carli,
S. (2011). Niñez, pedagogía y política: transformaciones de los discursos
acerca de la infancia en la historia de la educación argentina (1880-1955).
Miño Dávila (59-85)
Narodowski,
M. (1994). Infancia y poder: la conformación de la pedagogía moderna. Aique
Grupo Editor S.A. (23-60)
[1] Estudiante de la
maestría en Educación de la Universidad Pedagógica Nacional. Reseña producto
del seminario intensivo sobre: Historia de la Educación y la salud escolar. El
caso de Argentina y Colombia. 2024-II
[2] Para conocer más
información sobre el Congreso Pedagógico de 1882 ver:
http://www.bnm.me.gov.ar/proyectos/medar/historia_investigacion/1880_1910/politicas_educativas/congreso_pedagogico.php#:~:text=El%20Congreso%20Pedag%C3%B3gico%2C%20llamado%20Internacional,e%20intelectual%20de%20la%20%C3%A9poca.
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